Así como la moda no siempre fue la misma y la forma de vestir fue variando, las tendencias en belleza no se quedaron atrás. Hoy en día -y sobre todo en verano- morimos por un buen bronceado. Nos exponemos al sol dañino, vamos a camas solares y usamos bronceadores, todo por lucir una piel tostada; pero esto no era así años atrás.
En la edad media, la tez bronceada se asociaba a la pobreza, la suciedad y el trabajo duro. Se consideraba que quienes la tenían eran los trabajadores que pasaban horas bajo el rayo del sol. Por tal motivo, la nobleza quería diferenciarse consiguiendo una piel lo más blanca posible. Para ello, se sometían a tratamientos que podían llevarlos a la muerte.
Durante la segunda mitad del siglo XVII, sobre todo en España, se hizo célebre la práctica de la bucarofagia (las mujeres comían un trocito de sus búcaros -recipientes de barro de la época que contenían diversos líquidos), lo que les proporcionaba la piel pálida que ellas querían. Sin embargo, esto les provocaba problemas intestinales, dificultades reproductivas e incluso alucinaciones.
De todos modos, esto no era nada comparado a los daños que provocaban los elementos tóxicos que se usaban un siglo más tarde. El plomo y el carbonato de calcio, utilizados de manera prolongada, eran absorbidos por la piel en grandes cantidades. Como consecuencia, quienes lo consumían sufrían de irritaciones de piel, hinchazones, calvicie e incluso, en los casos más extremos, podían llegar a morir por intoxicación.
Estas eran algunas de las muchas técnicas empleadas para lucir un rostro más pálido y delicado que demostrara quién pertenecía a la aristocracia y quién no. Pero como todo, hubo un día en el cual las cosas cambiaron y tener la piel tostada era la nueva moda.
A finales del siglo XIX aparece la primera lámpara de bronceado gracias a los beneficios de la fototerapia. Con ella se tratan (a través de rayos infrarrojos o ultravioletas) neuralgias, lumbagos, raquitismo y acné. En los años 20 la gente optaba por la helioterapia (tomar sol) y hasta resulta ser recomendado por los médicos para curar desde fatigas hasta tuberculosis.
Sin embargo, se dice que la verdadera razón por la que el bronceado se popularizó fue gracias a la diseñadora de modas Coco Chanel quien, tras unas vacaciones en la Riviera francesa, apareció en un desfile toda bronceada. A partir de entonces, esto se volvió signo de belleza, estilo y salud.
Durante los años siguientes, empiezan a aparecer distintas herramientas que profundizan esta tendencia. Surgen las primeras marcas de bronceadores con campañas que invitan a tener una piel bronceada y bonita. El recorrido hasta nuestros días se resume así:
* En los años 50 el aceite de bebé se convierte en el bronceador más usado por los amantes del sol.
* En la década siguiente, la fiebre del surf, la playa y el estilo de vida alrededor de los surfistas influye en los jóvenes que imitan moda, música y piel bronceada. La manteca de cacao, más cremosa y humectante que el aceite de bebé, se convierte en el nuevo bronceador favorito.
* Durante los 70 aparecen las primeras camas de bronceado y el actor George Hamilton se convierte en el primer Drácula bronceado de la historia.
* A partir de los 80, aparecen múltiples marcas cosméticas con productos específicos para el sol: autobronceadores, aceleradores del bronceado, protectores solares, after sun, entre otros.
En nuestros días, se nos advierte sobre los riesgos de tomar el sol sin protección y aparecen campañas de concientización a nivel global. Parece que nada nos detiene porque seguimos haciendo lo que nos hace mal. Algunas actrices de Hollywood como Nicole Kidman, Anne Hathaway y Kristen Stewar, se caracterizan por su piel blanca y nunca las vimos con bronceados despampanantes. Las tres concuerdan en que las mujeres que lucen blancas pueden ser igual de bellas y, además, tener una piel más joven y sana. ¿Lograremos en algún momento aceptar lo que nos toca y sentirnos bien con eso que tenemos o seguiremos exponiéndonos a más técnicas y/o tratamientos que tengan consecuencias aún peores?